Al diseñador español Paco Rabanne, que ha fallecido este viernes 3 de febrero en Portsall (Francia) a los 88 años, le interesaba ante todo la idea del futuro. La colección que lo lanzó a la fama en 1966 ni siquiera era tal.
Aquellos Doce vestidos imposibles de llevar elaborados con materiales contemporáneos sustituían el tejido por mallas de eslabones de metal o plástico y ni siquiera eran sencillos de llevar, pero introducían en la moda nociones más cercanas al diseño industrial o la arquitectura de su tiempo.
Eran ensayos, proyectos en el sentido original de la palabra, que rompían con el culto a lo textil que había marcado a la generación plenamente anterior, la de Dior, Balenciaga y, en menor medida, Yves Saint Laurent.
Rabanne, como Courrèges o Pierre Cardin, pertenecía a un grupo de diseñadores deslumbrados con la carrera espacial que en aquellos años fogueaba el cuadrilátero simbólico de la Guerra Fría.
Poco importaba que sus innovaciones parecieran imposibles: en la década que culminó con la llegada del hombre a la Luna, los límites parecían siempre provisionales.
Rabanne llegó a la moda ya como agente provocador: Gabrielle Chanel decía que no era diseñador, sino metalúrgico, y a él mismo le gustaba recordar que su primera vocación había sido la arquitectura.
En aquellos años sesenta, en todo caso, Rabanne era un joven embarcado en una búsqueda personal que le llevó a afrancesar su apellido para abrirse paso en los círculos de la moda de París, en aquellos años la indiscutida capital mundial de la moda. Francisco Rabaneda Cuervo había nacido en Pasaia (Gipuzkoa) en 1934 y no tuvo una infancia sencilla. Su padre, andaluz, era general del ejército leal a la República. Su madre, vasca, fue militante y miembro de la dirección del Partido Comunista de España (PCE).
Tras el fusilamiento del padre en 1937, la familia se mudó a Francia cuando el futuro diseñador apenas tenía cinco años. Allí, estudió Arquitectura en la Escuela Nacional Superior de Bellas Artes y comenzó a elaborar piezas de bisutería con Rhodoïd, un nuevo material transparente cuyas piezas él unía con eslabones o cadenas.
Fue así como accedió a talleres de prestigio como los de Dior, Givenchy o Balenciaga, con quien su madre había trabajado en San Sebastián antes de la Guerra Civil.
La presentación de sus primeras colecciones coincidió con un momento de transición en la moda. La Alta Costura, el modelo dominante hasta entonces, comenzaba a ceder espacio ante el avance del prêt à porter, que trajo consigo un rejuvenecimiento de la industria y una liberación de su lenguaje expresivo.
La moda, por primera vez, podía jugar con lo imposible, que se plasmaba en colecciones espectaculares y oníricas —por ejemplo, las fantasías exóticas e historicistas de Saint Laurent o Valentino— y también en nuevas formas que evocaban tanto las obsesiones de la juventud —la minifalda, el rock, lo andrógino— como los avances tecnológicos de su tiempo.
Los diseñadores de la era espacial vistieron a las mujeres como tripulantes de naves espaciales. No es casualidad que una de las creaciones más radicales de Rabanne fuese el vestuario de Barbarella (1968), la comedia erótica de ciencia ficción dirigida por Roger Vadim.
En aquella película, Jane Fonda interpretaba a una heroína que acababa perdiendo la ropa al final de cada aventura, con la consiguiente necesidad de improvisar un modelo distinto en cada episodio. Este despliegue de vestuario puede verse hoy también como una antología estética del Rabanne de la época: técnico y futurista, pero también sensual, irreverente y rockero, capaz de convertir la moda en ropa y en entretenimiento al mismo tiempo.
Sus siguientes colecciones, de hecho, siguieron por ese mismo camino. Por un lado, cultivando una estética menos purista y más en contacto con la calle que otros compañeros de generación. Las filmaciones de la época plasman la audacia de sus modelos, vestidas como gladiadoras con prendas ajustadas y faldas de acentos metálicos que se bamboleaban al ritmo de la música.
Por otro, recreándose en experimentos formales, materiales insólitos y declaraciones de intenciones que apuntalaban su fama de enfant terrible y le valían la simpatía de excéntricos tan geniales como Salvador Dalí. Si la moda de Rabanne era gasolina para la prensa y la televisión —pero no tanto para el público, que se decantaba por fórmulas menos experimentales—, el motor económico del negocio era su división de perfumes.
No es un caso aislado en una época en que muchos diseñadores establecieron acuerdos con empresas externas para desarrollar cosméticos o complementos bajo licencia, pero sí es uno de los más exitosos. En los sesenta, Antonio y Mariano Puig, la segunda generación familiar al frente de la empresa de perfumes, firmaron una colaboración con Rabanne que se tradujo en perfumes tan innovadores como Calandre (1969), una fragancia cuya inspiración era un encuentro sexual en el capó de un coche en un bosque mediterráneo.
En 1973 le siguió Paco Rabanne Pour Homme, cuyo icónico frasco verde pino ha sido una presencia habitual para varias generaciones de hombres. En un mercado dominado por perfumes más o menos aspiracionales y con vocación de elegancia, la modernidad y la rebeldía de los de Rabanne abrían el camino a fórmulas menos encorsetadas.
Su éxito fue tal que en 1986 Puig adquirió la totalidad de su marca, que a finales de los noventa y ya en el siglo XXI firmó superventas del sector como XS, 1 Million o Invictus.
Mientras tanto, Rabanne siguió presentando colecciones de alta costura hasta 1999. Entonces Puig optó por poner término a esta actividad debido a sus elevados costes, y el diseñador pasó a supervisar las colecciones de prêt à porter y a ocuparse de la serie de perfumes. Tras un paréntesis de un decenio, en 2011 Puig decidió relanzar las líneas de moda de Paco Rabanne, primero con los diseñadores Manish Arora y Lydia Maurer, y desde 2013 bajo la dirección creativa de Julien Dossena, que ha revitalizado el prêt à porter de la casa y afianzado su peso absoluto tanto en la moda internacional como en el propio entorno empresarial de Puig. “Gracias por ser un modista que definió una nueva modernidad junto a una gran revolución cultural. A través de tu expresión personal de la utopía, fuiste un artista total que contribuyó a una visión evolutiva del mundo. Gracias por este patrimonio”, ha expresado Dossena en sus redes sociales sobre el diseñador.
“Su gran personalidad transmitió, a través de una estética única, su visión atrevida, revolucionaria y provocadora del mundo de la moda. Seguirá siendo una importante fuente de inspiración para los equipos de moda y fragancias de Puig, que trabajan conjuntamente para expresar los códigos radicalmente modernos de Paco Rabanne”, ha declarado Marc Puig, presidente ejecutivo del grupo, tras la noticia de la muerte del diseñador.
El fallecimiento de Rabanne, galardonado con el Premio Nacional de Diseño de Moda en el año 2010 por “su innovación y su aportación a todos los ámbitos de la cultura del siglo XX”, sucede años después de su retirada de la escena mediática, donde protagonizó momentos polémicos debidos a su interpretación de Nostradamus, y también de los círculos de la moda, que paradójicamente han acabado asumiendo muchos de los principios que él defendió en los idealistas años sesenta: una moda práctica, tecnológica y audaz, concebida no desde la elegancia sino desde la expresión libre.
Si Paco Rabanne ha resultado ser una figura profética, no ha sido por sus cábalas astrológicas, sino por su capacidad de anticipar los cambios del sector donde reinó como un verso suelto e inclasificable.