Brutalidad de las pandillas secuestra a Puerto Príncipe

En Puerto Príncipe no puedes ver las fronteras, pero tienes que saber en dónde están porque tu vida puede depender de ello.

A la capital haitiana se la están repartiendo entre pandillas rivales que secuestran, violan y matan. El territorio se demarca con sangre. Si cruzas del lado de una pandilla al de la otra, es posible que no puedas regresar.

Quienes viven aquí llevan un mapa mental que divide esta bulliciosa ciudad en zonas verdes, amarillas y rojas. El verde significa libre de pandillas, el amarillo puede ser seguro hoy y mortal mañana, mientras el rojo es una zona prohibida.

El área verde se está reduciendo a medida que las bandas fuertemente armadas aumentan su poder. Estos grupos controlan, y aterrorizan, al menos el 60% de la capital y las áreas circundantes, según colectivos haitianos de Derechos Humanos. Su influencia se siente en todos los rincones de la ciudad.

No hay jefe de gobierno (el último presidente fue asesinado en el cargo), ningún parlamento en funcionamiento (las pandillas controlan el área a su alrededor) y el primer ministro respaldado por Estados Unidos, Ariel Henry, no fue elegido y es profundamente impopular.

En efecto, el Estado ha desaparecido en combate mientras el pueblo sufre crisis superpuestas.

Casi la mitad de la población, 4.7 millones de haitianos, se enfrentan al hambre aguda. En la capital, unas 20,000 personas viven en condiciones de hambruna, según la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Esto es una prioridad para las Américas y el cólera está resurgiendo.

Pero la mayor plaga son las bandas armadas, ellas determinan los horarios.

La hora punta de la mañana, entre las 6 y las 9, es también la hora punta para los secuestros. Muchos son arrebatados de las calles camino al trabajo. Otros están destinados a la hora pico de la tarde, de 3 a 6.

Alrededor de 50 miembros del personal de nuestro hotel, en el centro, viven allí porque es demasiado peligroso volver a casa. Pocos salen después del anochecer. El gerente dice que nunca abandona el edificio.

El secuestro es una industria en crecimiento. Hubo 1,107 casos reportados entre enero y octubre de este año, según la ONU. Para algunas pandillas es una importante fuente de ingresos. Los rescates pueden ir desde US$ 200 hasta US$ 1 millón. La mayoría de las víctimas regresan con vida si se paga el rescate, pero las hacen sufrir.

Mañana en Delmas 83

Viajamos por la ciudad en un vehículo blindado. Ese tipo de transporte suele estar reservado para la primera línea en zonas de guerra como Ucrania, pero es necesario en Puerto Príncipe para alejar a los secuestradores. Es una protección que muchos no pueden permitirse en el país más pobre del hemisferio occidental, propenso a desastres naturales y políticos.

Nos dirigíamos hacía una cita a finales de noviembre, cuando nos encontramos con la escena del crimen.

Son poco antes de las 8 de la mañana en el suburbio de Delmas 83. Los casquillos de bala cubren el pavimento, la luz del sol brilla y un hombre yace muerto en un callejón, boca abajo, sobre un charco de sangre.

Una camioneta gris 4X4 se ha desviado contra una pared, se le ve el costado lleno de agujeros. Un AK 47 está en el suelo.

Policías fuertemente armados rodean la camioneta, algunos con el rostro cubierto y las armas desenvainadas. Los espectadores que se agrupan en el camino guardan silencio. Si tienen preguntas, no las hacen. Cuando vives a la sombra de las pandillas, aprendes a callar.

La policía nos dice que hubo un tiroteo entre ellos y un grupo de secuestradores que había salido temprano con la esperanza de arrebatar a su próxima víctima.

Los pandilleros huyeron a pie de su camioneta blindada, pero uno de ellos estaba dejando un rastro de sangre. Lo siguieron hasta el callejón y lo mataron.

“Hubo una batalla entre un oficial y los malos. Uno de ellos murió”, dice un policía veterano de 27 años, que no quiso ser identificado.

Él dice que la situación en la capital nunca ha sido peor. Pregunté si las pandillas eran imparables. “Los detuvimos hoy”, responde.

Al otro lado de la ciudad esa misma mañana, Francois Sinclair, un hombre de negocios de 42 años, está estancado en el tráfico cuando escucha una ráfaga de disparos. Ve a hombres armados deteniendo los dos autos frente a él, así que le pidió al conductor que dé la vuelta, pero no logran huir sin ser percibidos.

“De la nada, me dispararon dentro de mi propio automóvil y había sangre por todas partes”, nos cuenta sentado en una camilla de un hospital de trauma dirigido por Médicos Sin Fronteras (MSF). “Me podrían haber disparado en la cabeza”, dice, “también había otras personas en el auto”.

Tiene un vendaje en su brazo, donde una bala lo atravesó.

Le pregunto si alguna vez ha pensado en salir del país para escapar de la violencia. “Diez mil veces”, responde. “Al final es mejor dejar este país por como estamos viviendo aquí”.

Esa es una expresión que escuchamos una y otra vez.

Las salas del hospital de MSF están llenas de víctimas de disparos, muchas de ellas alcanzadas por balas perdidas.

Está Claudette, de 37 años, que tiene un muñón recién vendado en lugar de la pierna izquierda. Me dice que ahora que es discapacitada no podrá casarse nunca. Cerca está acostada Lelianne, de 15 años, que está haciendo un crucigrama para pasar el tiempo. Le dispararon en el estómago.

“Mi mamá y yo salimos a comer”, dice. “Mientras ordenábamos, sentí algo. Fue entonces cuando me caí y grité de dolor”.

“No esperaba sobrevivir. Normalmente escucho disparos más lejos de mi casa. Ese día se acercaron”.

Ni siquiera el último presidente en funciones de Haití no estaba seguro en su propia casa. Jovenel Moise fue asesinado a tiros por hombres armados en julio de 2021. La policía culpó a mercenarios colombianos, de los cuales unos 20 fueron arrestados. Pero más de un año después nadie ha sido juzgado por apretar el gatillo u ordenar el asesinato.

El asesinato del presidente creó un vacío que las pandillas han estado compitiendo por llenar, con la ayuda de sus amigos.

Los expertos aseguran que detrás de los grupos armados hay figuras políticas corruptas, tanto en el poder como en la oposición. Suministran a las bandas armas, financiación o protección política. A cambio, las pandillas hacen el trabajo sucio, generando miedo, apoyo o inestabilidad, según se requiera.

Los empresarios adinerados también tienen vínculos con las pandillas.

“Siempre ha habido relaciones entre políticos y algunas pandillas, ubicadas principalmente en barrios pobres con altos electorados. Pero desde las elecciones de 2011, esas relaciones se han institucionalizado”, dice James Boyard, experto en seguridad y profesor de relaciones internacionales en la Universidad Estatal de Haití. “[Las pandillas] se utilizan como subcontratistas para crear violencia política”.

Una llamada telefónica

Si un pandillero es arrestado, una llamada telefónica de sus patrocinadores puede liberarlo sin demora, y con sus armas. Los activistas de derechos humanos dicen que hay mucho crimen, pero no hay castigo.

“No hay procesamientos”, dice Marie Rosy Auguste Ducena, de la Red Nacional de Defensa de los Derechos Humanos de Haití (RNDDH).

“Los jueces no quieren trabajar en estos casos. Son pagados por las pandillas. Y algunos policías son como un sistema de apoyo, porque les dan carros blindados y gases lacrimógenos”, agrega la activista.

Un país rehén

Cuando Jean Simson Desanclos llegó a la calle desierta en el borde de un suburbio plagado de pandillas, no encontró nada de su familia excepto el armazón hecho cenizas de su Suzuki Negro. Los restos calcinados de su esposa y sus dos hijas ya habían sido llevados a la morgue.

Josette Fils Desanclos, de 56 años, llevaba a una de sus hijas, Sarhadjie, de 24, a la universidad, y a la otra, Sherwood Sondje, de compras para su cumpleaños. Estaba a punto de cumplir 29 años. Ambas jóvenes habían estudiado derecho al igual que su padre. Eran sus “princesas”.

“El 20 de agosto lo perdí todo”, dice. “Y no fue solo mi familia. En total, 8 personas murieron ese día. Fue una masacre”.

Desanclos cree que su esposa e hijas resistieron un intento de secuestro y fueron baleadas por una notoria pandilla llamada 400 Mawazo que estaba expandiendo su territorio. “Les señalo con el dedo”, dice.

Los asesinatos ocurrieron en las afueras de un área llamada Croix des Bouquet, que ya estaba bajo el control de la pandilla.

Él es abogado y activista de derechos humanos. Es de voz suave y vestir elegante. Ahora, es un hombre reservado, anhelando las voces que nunca volverá a escuchar.

“Siempre estás esperando una llamada de tu hija que te diga ‘Papá esto’ o ‘Papá aquello’. Perdí al amor de mi vida y a las dos hijas que criamos en este difícil país. Es como si fueras multimillonario y de repente, eres pobre”.

A pesar del riesgo que corre, busca justicia para su esposa e hijas. “La familia es algo sagrado. No perseguir la justicia sería traicionarlas”, dice. “Mis hijas saben que su padre es un luchador, que nunca abandona a las personas y mucho menos a su propia familia. El riesgo es enorme, pero ¿qué más puedo perder ahora?”

Rienda suelta

Él quiere que el mundo entienda una cosa sobre el Haití de hoy: que las pandillas tienen rienda suelta.

“Los delincuentes han tomado como rehén a un país”, dice. “Ellos hacen sus propias leyes. Ellos matan. Ellos violan. Ellos destruyen”. Espera que sus hijas sean el “último sacrificio, las últimas jóvenes asesinadas”. Pero sabe que su deseo no puede ser concedido.

En Haití, son las pandillas las que funcionan, en lugar del Estado. El primer ministro Ariel Henry ni siquiera puede llegar a su propia oficina porque los grupos armados controlan el área. Hicimos varias solicitudes para una entrevista con él, pero fueron rechazadas.

Historia de un marido

Lo que ocurre aquí, a dos horas de Miami, va mucho más allá de la mera violencia. Es como si las pandillas de Puerto Príncipe estuvieran involucradas en un concurso de brutalidad, y cualquiera en esta ciudad de alrededor de un millón de almas pudiera convertirse en víctima.

Un hombre delgado de unos 30 años, que no tiene afiliaciones con pandillas, vino a contarnos lo que él y su esposa vivieron hace unos meses.

Su vecindario está controlado por una pandilla, cuyos rivales perpetraron una matanza. Por su seguridad, no nombramos el área, o el grupo armado involucrado.

Cuando empezó a hablar, continuó durante 13 minutos sin parar, como si no pudiera contener sus palabras o su angustia.

“Me dije a mí mismo que esos disparos estaban demasiado cerca de nosotros y que deberíamos tratar de irnos”, dice.

“Pero ya estaban asaltando el vecindario. Volví a entrar en la casa con mi esposa. Estaba tan asustado que estaba temblando. No sabía qué hacer. En su mayoría matan a hombres jóvenes. Mi esposa me escondió debajo de la cama y me cubrió con un montón de ropa. Mi sobrino estaba escondido en el armario”, relata.

Pronto, los hombres entraron a la casa, golpearon a su esposa y exigieron información sobre los pandilleros locales. Cuando su sobrino trató de correr, le dispararon y lo mataron. El marido permaneció escondido y atormentado.

“Quería correr. Quería gritar”, comenta. “Lo que más me duele es cuando estaba debajo de la cama, pude escuchar a esos hombres violando a mi esposa. La estaban violando. Estaba debajo de la cama y no podía decir nada”.

Posteriormente, su casa fue incendiada y él y su esposa huyeron hacia diferentes direcciones. Todavía viven separados, se quedan con amigos y parientes, pero él espera que puedan volver a establecerse en casa con su hijo pequeño.

Dice que lo que pasó “es una cicatriz que afecta el cuerpo y el alma”. Su esposa ahora está embarazada, y no saben si él es el padre, o si es uno de los atacantes.

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Lexie Ayers
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